Psicología Infanto-juvenil

Cuando la herida no es en la rodilla: la dignidad emocional en la infancia

Hay momentos en la vida de un niño que parecen pequeños desde fuera, pero que desde dentro se viven como una gran conmoción. Un tropiezo en medio del patio, una risa inesperada del grupo, un error en un partido… y de pronto, ese niño/a rompe en un llanto desconsolado. A menudo las respuestas que recibe son del tipo: No llores, eso no es nada”, “Tú eres fuerte”, “Anda, que no ha pasado nada”.

Pero sí ha pasado. Porque no fue la caída, fue la vergüenza.
No fue el raspón en la rodilla. Fue la mirada de los demás. El juicio. El sentirse expuesto.
Fue una herida en algo que no siempre sabemos cómo cuidar: su dignidad emocional.

¿Qué es la dignidad emocional

La dignidad emocional es ese sentido profundo de que lo que sentimos tiene valor. Que nuestros errores no nos quitan valor. Que tenemos derecho a ser vistos, escuchados y sostenidos, incluso cuando no estamos “perfectos”.

Desde pequeños, vamos formando nuestra identidad en base a cómo los demás nos tratan cuando estamos en nuestro lado más vulnerable: cuando sentimos vergüenza, miedo, rabia o dolor.

Si, en esos momentos, los adultos que nos rodean nos escuchan, nos acompañan, nos validan… entonces aprendemos que sentir no es peligroso, que tenemos derecho a fallar y que nuestro mundo interno es un lugar seguro.

Pero si en lugar de eso recibimos negación, burla, minimización o incluso indiferencia, lo que aprendemos es que mejor no sentir, mejor ocultar, mejor hacerse fuerte a la fuerza.

Y así nacen las heridas invisibles. Heridas que no se ven pero que dejan huella.

Una herida emocional no siempre deja marca visible, pero puede quedarse mucho más tiempo que un raspón.
Niños que crecen minimizando lo que sienten.
Jóvenes que se avergüenzan de sus lágrimas.
Adultos que repiten el “no es para tanto” incluso cuando su mundo se está derrumbando por dentro.

Todo empieza cuando no somos acompañados en la vergüenza.

Porque la vergüenza es una emoción que nos desconecta: de nosotros mismos, de los demás, de nuestra capacidad de pedir ayuda.
Y cuando esa desconexión se repite, crecemos aprendiendo que nuestra fragilidad es un error.
Y no lo es. Es humana. Es real. Es valiosa.

¿Por qué lo minimizamos?

No es por crueldad. Muchas veces lo hacemos porque a nosotros también nos enseñaron a no sentir.
Porque creemos que así les ayudamos a ser fuertes.
Porque no sabemos qué hacer cuando alguien llora o se derrumba.

Pero la fortaleza no nace de negar lo que se siente. Nace de ser sostenidos en los momentos de mayor vulnerabilidad.
Nace de sabernos vistos incluso cuando fallamos.

Cuando un niño tropieza, se cae y se siente observado por todos, y un adulto se agacha, lo mira con ternura y le dice:
“Eso ha sido difícil, ¿verdad? Estoy contigo”,
le está enseñando algo muy poderoso:
“Puedes confiar en que no estás solo cuando te sientes mal.”

¿Y si empezamos a hacerlo diferente?

Acompañar emocionalmente no significa exagerar ni dramatizar.
Significa mirar al niño con respeto y comprensión, incluso cuando su emoción no nos parece “proporcionada”.

Es normal que a nosotros no nos parezca tan grave. Pero lo que siente ese niño es suyo, es verdadero. Y si queremos ayudarle a construir una identidad sólida, segura y conectada, tenemos que empezar por honrar lo que siente.

Porque cada vez que lo hacemos, fortalecemos su dignidad.

Un apunte especial: los jóvenes deportistas

En el deporte, el error está a la vista de todos.
Se falla un penalti. Se cae en la pista. Se pierde una competición.

Y aunque el cuerpo pueda doler, a veces lo que más duele es el peso de la mirada del equipo, del público, del entrenador, de los padres.
La dignidad, en esos momentos, se tambalea.
Y si no es sostenida con cariño, puede quebrarse.

Los jóvenes deportistas necesitan que les enseñemos que su valor no depende del resultado.
Que pueden fallar y seguir siendo dignos de respeto, de amor, de confianza.

Y eso no se logra gritándoles que “hay que aguantar como campeones”, sino acompañándolos como seres humanos.


La dignidad se cuida. A cualquier edad.

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